El sueño de Maya




En el palacio del rey Suddhoana todo el mundo estaba muy contento. No hacía muchos días que al amanecer pasaron volando por encima del palacio unos cisnes preciosos, y la gente supo que pasaría algo extremadamente hermoso y especial, porque en la naturaleza aparecieron otros signos de augurio. Por ello, los sabios del país profetizaron al rey que tendría un hijo muy genuino. Los ojos de la reina maya, redondos y preciosos, con la forma de la flor de loto y con unas pestañas larguísimas, se iluminaron de alegría.

¿Y cuáles eran estos signos tan especiales de la naturaleza que hicieron que el rey, la reina y sus súbditos se preguntaran qué iba a suceder? Pues aquí los tenéis.
Todas las flores del jardín del palacio real se llenaron de brotes y capullos, a pesar de que aún no había llegado la época de la floración. Y todos los insectos, las arañas y las lombrices se fueron del palacio.
Vinieron muchos pájaros, con una voz bellísima, de las montañas del Himalaya, y, aunque no era la época en la que solían llegar, habitaron los tejados del palacio y los árboles y arbustos de jardín real.
Todos los frutos de los árboles frutales del jardín maduraron a la vez, desparramando por el aire un dulce perfume primaveral.
El lago del palacio se llenó de flores de loto, de flores rosadas y perfumadas, con unas hojas cuyos pétalos eran de color verde como las ranas, enormes, que esparcían un aroma más dulce que la miel.
Las provisiones de los graneros del rey no disminuyeron, sino todo lo contrario, y a pesar de que la gente los vaciaba, siempre había la misma cantidad.
Los instrumentos musicales del palacio sonaban solos, sin que ninguna mano humana los tocara.
Y una noche de luna llena un resplandor suave brilló como una aureola sobre el tejado de la habitación donde dormía la reina maya.
Aquella noche de luna llena del mes de mayo soplaba un viento muy suave. Las palmeras de color plateado se movían suavemente y he aquí que fue entonces, precisamente en aquel momento y no en otro, cuando la reina maya tuvo aquel sueño: soñó que los cielos se abrían y que de ellos surgía un elefante precioso, muy joven y muy amable, tan blanco como la nieve más blanca y pura del Himalaya; se dirigió hacia ella, como si hubiera nacido de una flor de loto, entrando por el lado derecho de la falda. Fue entonces cuando una voz le susurró: “Escucha lo que tus oídos han de oír, porque el Buda ha vuelto a la Tierra”.
Una brisa muy suave sopló en toda la Tierra. Fue como si quisiera refrescarlo todo y llegara a todas partes del mundo.
Maya se despertó. Su corazón estaba rebosante de una alegría tan inmensa que le parecía que el resto del mundo también la podía sentir. Se levantó y, sin esperar ni un segundo, se adornó la cabellera con flores y perlas, e hizo llamar al rey, que estaba en una arboleda denominada Asoka. El rey, cuando la vio tan feliz le preguntó: “¿Qué te ocurre? ¿Qué ha pasado que estás tan bella y radiante?”. Maya le explicó su sueño y el rey lo consultó con los hombres más sabios de la corte, que le dieron esta explicación: “¡Ah! Esto quiere decir que vuestra esposa, la reina Maya, será la madre del Buda que era el elefantito blanco de su sueño”.
El rey hizo construir un palacio muy hermoso para que su esposa pudiera vivir sola, en un lugar sereno y tranquilo, rodeada de sus amigos más queridos y esperando el nacimiento de su hijo.

La reina Maya era muy feliz. Siempre estaba atareada ayudando a los pobres y a la gente necesitada. Los socorría con el dinero que podía ahorrar. Los pobres y los enfermos, al verla, la bendecían: sus manos curaban a los enfermos y sus palabras eran como un bálsamo muy dulce y reconfortante para los que estaban preocupados y tenían grandes quebraderos de cabeza.

En el palacio de la reina aparecieron tiernos capullos de flor. También los árboles, aunque aún no era la época, se llenaron de brotes y por todo el suelo del palacio se encontraron piedras preciosas.

En todas partes soplaban aires suaves y dulces y una música invisible y melódica llenaba el espacio con sonidos de cuerdas invisibles. ¿Qué significaba? Indicaba que el momento del nacimiento ya había llegado.
La reina Maya pidió que la llevaran a un jardín muy placentero llamado Lumbini, que tiempo atrás había guardado su madre. Allí, caminando por entre las flores, llegó a un árbol llamado sal situado en un bosquecillo. El árbol se inclinó con una rama muy grande y ancha para hacerle sombra y la reina Maya se sostuvo unos momentos con la mano derecha. De sus dedos emanaba una luz irisada y blanquísima, como una lluvia de claridad. Las flores de Mandara caían del árbol y cubrían todo el cuerpo de la reina Maya, y cayeron tantas que el suelo quedó cubierto con un colchón de pétalos perfumados para la madre del Buda.

Y entonces, bajo aquella fragante glorieta, nació el príncipe Siddhartha.
El príncipe Siddhartha crecía como un hermoso joven. Era siempre amable y cordial, querido por todo el mundo, y con una gran capacidad y grandes deseos de aprender.
El sabio Visvamitra se encargaba de su aprendizaje. El príncipe, con el esplendor que desprendía en todo lo que hacía, casi superaba al propio Visvamitra, quien pronto descubrió que su alumno podía escribir tan bien como él mismo en la pequeña pizarra de madera de sándalo recubierta con polvo de esmeril. Sabía más aritmética que su maestro, y en las otras ciencias y artes muy pronto también lo aventajó.
Así creció el príncipe Siddhartha, estudioso, profundamente reflexivo, pero también muy intrépido en el arte de montar a caballo. Sabía conducir muy bien la cuádriga y disparar con el arco y la flecha, pero sobre todo le gustaba leer antes que hacer cualquier otra actividad, y a menudo dejaba a sus compañeros para sentarse bajo un árbol y dedicarse a pensar y meditar. Su primo Devadatta admiraba este carácter del príncipe, pero a él le gustaba mucho más practicar el deporte que no leer.

Un día el rey Suddhoana fue a la fiesta de la primavera y se llevó al príncipe Siddhartha con él. Éste se lo pasó muy bien viendo como los bueyes araban la tierra, observando al labrador que caminaba alegremente detrás de la arada, y se imaginaba que la tierra, con las líneas regulares de los surcos, era un mar con sus pequeñas olas.
Le gustaba observar y escuchar el burbujeo que hacía el agua de las fuentes bajo las palmeras. Le agradaba oír el canto de los pájaros de la selva y el arrullo de las palomas salvajes. Incluso le divertía observar a las lagartijas haciendo cabezadas bajo el tibio sol de primavera. “Que feliz que es todo el mundo”, pensaba. Entonces, de repente, sintió un pinchazo de dolor. Un halcón había cazado con las garras un pájaro mucho más pequeño y se lo llevaba a su nido. Sus reflexiones se hicieron aún mucho más intensas y el joven príncipe comprendió que el fuerte se alimenta del débil: la serpiente se comía a la lagartija, la lagartija al gusano, el pájaro al pez, el pez al gusano... Entonces su joven corazón se llenó de tristeza, como el agua que llena los pozos, y deseó intensamente poder ayudar a los más débiles.

En el campo donde su padre, el rey, había ido a ver la fiesta de la cosecha había un árbol de jambu en medio de los otros árboles. El príncipe se sentó apoyado en el tronco, absorto en sus profundas reflexiones durante un buen rato. Cuando lo encontraron, pasado el mediodía, los rayos del sol caían justo encima de las ramas del árbol, pero la sombra del árbol de jambu aún no había cambiado y el príncipe continuaba sentado. En aquel momento, el rey, su padre, fue a verle, y una voz susurró misteriosamente desde el árbol: “Hasta que la sombra no se extienda al corazón del príncipe, la sombra del árbol no se moverá”.

Otra vez, unos años después, ocurrió otro incidente que demuestra el gran amor que el príncipe sentía por todos los seres.
Siddhartha estaba sentado en el jardín del palacio, absorto en profundas reflexiones como antes, cuando una bandada de cisnes blancos, argentinos, pasaron volando camino del Himalaya. Cuando Devadatta, el primo del príncipe, que siempre tenía a punto su arco y su flecha para demostrar su habilidad disparando, los vio, apuntó la flecha hacia el cisne que encabezaba la bandada. La flecha surcó el cielo veloz como un cuchillo, con un silbido penetrante, y se clavó en el ala del cisne, que cayó sangrando entre las ramas. Siddhartha oyó el ruido seco que hizo al desplomarse y corrió para rescatar al cisne herido, lo recogió y lo puso sobre sus rodillas mientras calmaba a la atemorizada ave.

El pequeño príncipe la acarició y, susurrándole para distraerla del dolor, le arrancó la cruel flecha del ala temblorosa. Le atajó la sangre que brotaba con su suave mano hasta que volvió a la vida, y le puso hojas refrescantes y miel sobre la herida que sangraba. Como tenía curiosidad por saber él mismo el dolor que sentía el cisne al ser herido por una flecha, presionó la afilada punta sobre su muñeca. Entonces dio media vuelta otra vez para cuidar al cisne con el corazón lleno de compasión. Así lo encontraron cuando llegaron los ayudantes de Devadatta para pedirle el cisne al que había disparado su primo.

Pero el príncipe Siddhartha, acercando su suave mejilla contra el cuello blanco del pájaro, les advirtió: “Decid a mi primo que el cisne no está muerto, pero que yo lo he cuidado hasta reanimarlo, y por ello el cisne es mío, puesto que yo lo he rescatado. Este cisne es la primera de las muchas cosas que serán mías por el derecho que me otorga el amor y la compasión. Si a mi primo no le satisface esta respuesta, que se dirija al rey para exponerle esta cuestión y que decidan los sabios de la corte”.
Y así se hizo; los sabios del palacio decidieron que quien había devuelto la vida al cisne tenía derecho a quedárselo, y no el que había intentado destruírsela.

De esta forma, el príncipe Siddhartha empezó una vida llena de compasión.  

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